viernes, 28 de septiembre de 2012

Familia

Toda la familia esperaba sentada en el jardín de la casa, algunos en los bancos y la mesa que usaban para celebrar comidas familiares o barbacoas, otros sobre el césped, descansando plácidamente. La miraban apremiantes. Tienes que entrar, le decían. La imponente casa estaba en silencio, aunque hacía apenas unos segundos los gritos y los golpes no anunciaran nada bueno. Se volvió un momento, miro a su familia que expectante asentía. Es lo que tienes que hacer, ahora vives con ellos. Aquella realidad no acababa de golpearla, ya era consciente de ello. La alejaron de su familia y ahora vivía con esta otra familia en este casa que no era suya pero a la que había acabado acostumbrándose. Se dio la vuelva y se encaminó hacía la puerta de la cocina, siempre estaba abierta y podía entrar cuando quería. Delante de la puerta se paró unos segundos. Había algo raro en el ambiente. Olía de forma extraña. Nada más entrar en la cocina, el silencio se le hizo insoportable. Todo estaba revuelto, los cacharros por el suelo, la olla del caldo volcada en la encimera y goteando sobre el linóleo. Pasó de puntillas para no mojarse, esquivando todos los cachivaches y cacharros tirados por el suelo. Recorrió el pasillo, atenta a los ruidos de las casa. Al llegar al comedor la vio. Al principio no entendió lo que pasaba, estaba tirada sobre el suelo, la mesita del comedor al lado del sofá estaba volcada, no se movía. Luego, cuando comprobó que no había nadie más alrededor, mirando nerviosa a un lado y a otro, se acercó a ella. Un charco de sangre la rodeaba. Se subió al sofá de un saltó para no pisar la sangre y desde allí volvió a saltar hasta el pecho de ella, tenía los ojos abiertos, pero miraban al vacío sin vida. Le lamió la mejilla, pero estaba inerte y empezaba a enfriarse. Estaba muerta. No había nada que hacer. De repente oyó un ruido procedente de arriba. Las escaleras empezaron a crujir. Volvía, era hora de marcharse. El marido bajaba tranquilamente con un martillo en una mano, un cigarrillo en la otra y con la camisa y la cara llena de sangre. Al verle, espetó:

-¡¡¡Maldito bicho de mierda!!!

Ella, pegó un saltó justo antes de que él le asestase un martillazo. Cayó sobre un revistero y de nuevo saltando ágilmente se lanzó sobre su cara, le arañó todo lo que pudo con furia y rabia incontenidas y mientras el hombre intentaba quitársela de encima tras soltar el martillo e intentar agarrarla con las manos, este tropezó y se cayó, con tan “mala” suerte que su cabeza fue a golpear contra el alfeizar de la ventana. Murió al instante. Ella saltó sobre su pecho para mirarle la cara arañada y la cabeza retorcida. Comprobó que no respiraba y se marchó, ya no tenía nada que hacer allí. Cuando la policía encontró los cadáveres, el hombre estaba prácticamente irreconocible. Por lo visto, una jauría de gatos le había atacado tras su muerte, fue un verdadero festín felino. La mujer estaba intacta. Nunca encontraron al gato de la familia.