sábado, 12 de marzo de 2011

zapatillas de ballet

Bailaba y bailaba sin parar, las paredes desnudas del gran apartamento, sin muebles ni accesorios, solo espacios vacíos donde poder danzar. Se entrenaba hasta desfallecer, con el tutú y las zapatillas, de puntillas de salón en salón. Se le exigía la perfección. Aunque no supiese que era aquello. Un día, tras horas y horas de práctica, por fin la dejaron sola. Vigilaban sus avances con minuciosidad, con lupa, todos y cada uno de sus pasos. Aquella tarde, por fin, le dieron un descanso y regresando a su habitación vio la luz que traspasaba la rendija de la puerta, aquella puerta que siempre estaba cerrada y que nunca le dejaban traspasar. Su padre se lo había prohibido. Entró sigilosamente, de puntillas, de pronto no podía dejar de bailar, las estancias que encontró estaban viejas y sucias, como si llevarán una eternidad abandonadas. Su padre, lloraba. Sentado ante la mesa de una cocina desportillada y en desuso, creyó que le vería y huyó a través de las habitaciones hasta un lugar luminoso. Parecía una excavación arqueológica, no sabía que era aquello. Había algunas personas trabajando, parecía que desenterraban los cimientos de una casa, pero el suelo era puro hielo, estaba helado, azul y frío. Danzó de puntillas hasta una pequeña elevación, un montículo. Ingenuamente pensó que desde allí tendría una mejor perspectiva del lugar. Al subir allí, el suelo empezó a deshacerse bajo sus pies, se hundió. Quemaba, ardía, las piernas le escocían, el dolor era insoportable. Jamás volvería a bailar. De golpe despertó. Estaba en su habitación, las zapatillas de ballet sobre el tocador. Se vistió, cogió una mochila, metió las cinco cosas más importantes que tenía y algo de ropa y se marchó. Nunca más volvería. Las zapatillas seguirían allí años y años, acumulando polvo, convirtiéndose en reliquias. Nunca más bailó.

Fin

1 comentario:

Anónimo dijo...

qué tristeza, a veces, que lo q más nos gusta nos acabe haciendo la mar de infelices...