Desde el otro lado del antártico, mirando hacía la inmensidad del hielo, Pingüino Uno se preguntaba que habría más allá del horizonte. Era un pingüino viajero, desde que nació se dio cuenta de que era diferente a todos los demás. Sentía un ansia insaciable de conocer nuevos lugares, lanzarse a las aguas gélidas del ártico y nadar hasta nuevos horizontes. Su madre lo dio por imposible y el resto de sus compañeros también. Se volvió un pingüino solitario. Por las noches soñaba con lugares cálidos, desérticos, ciudades pobladas, grandes lagos, cataratas, puentes sobre ríos y cosas que no sabía como explicar y que nadie entendía. Sabía que todo aquello tenía que existir en algún lugar y que él tenía que verlo con sus propios ojos, aunque fuese muy lejos y le costase la vida llegar. Aquella mañana mirando la inmensidad del hielo decidió que era el día de partir. No era la primera vez que se alejaba de sus confines, pero esta vez era para no volver. Sus pequeñas expediciones le habían servido de aliciente para animarse a viajes cada vez más largos, pero al volver a casa, sus congéneres ignoraban sus historias de gente, barcos, casas con humos saliendo de la chimenea. Todo lo que no fuese nieve y hielo era para ellos historias ridículas de un pingüino loco. Ya no volvería más, ahora empezaba la aventura. Pingüino Uno miró hacía atrás un momento, vio a su colonia dormida, a sus familiares acurrucados protegiéndose unos con los otros del frío, se despidió mentalmente de ellos y partió. El mundo le esperaba.
Vuelvo a estos mundos del Blog, no sé si duraré pero se hará lo que se pueda. Dedicado a los amigos viajeros que insisten en que escriba.
Foto: Deborah Zabarenko
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